
He construido un capullo de horas calladas, hilado con hilos de días que están muriendo. Sus paredes vibran con el calor de sombras familiares y se vuelven un santuario donde ensayo el lenguaje de mis cicatrices— cada una es un dialecto que narra cómo sobreviví en el mapa donde la luz no ha vuelto a tocar las paredes.
Pero últimamente, algo parpadea en la cámara de mis costillas, susurrando como el crujir de las brasas. Lame los bordes de mi inercia y amenaza con extinguir los guiones que he memorizado hasta reescribir mi nombre en el humo. Y me he vuelto hábil en el arte de cuidar este fuego frágil, lo alimento con retazos de viejos poemas y con ellos veo roer la leña en mi cautela. Algunas noches, baila salvaje, imprudente y refleja las estrellas que tanto he tratado de evitar y me recuerda todo aquello que se ha vuelto intocable.
La paradoja es ésta: quedarse es consumirse, sin arder por completo. Emerger es arriesgarse a la indiferencia del viento, cambiar el zumbido de la descomposición segura por el terrible privilegio de las alas. Trazo el contorno de mi metamorfosis, una silueta mitad ceniza, mitad promesa y la llama rechina; se estremece, no soy prisionero ni renacer, solo un cuerpo aprendiendo a contener el fuego hasta dejar que la quemadura y el refugio compartan la misma piel.
Tal vez la transformación no sea un desprendimiento, sino una acumulación de lenguas chamuscadas llenas de silencios carcomidos por polillas, tejidos en algo que respira y arde. Sigo siendo el guardián de mis horas calladas, pero ahora también atiendo el fuego, dejando que grabe su frágil alfabeto en la oscuridad que alguna vez llamé hogar.
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