El tiempo fluye como un río—implacable, indiferente—va arrastrando cosas y se va quedando con lo más denso. Los momentos gratos y aquellos que duelen tanto que atormentan se entrelazan unos con otros y tapizan las paredes de nuestros lienzos. Se difuminan fronteras y se pierden en la línea del tiempo. Nos sumergimos en ellos, los disfrutamos y los sufrimos. Cuando somos muy sensatos y sabemos escucharnos, hasta llegamos a entenderlos, a apreciarlos, a soltarlos. Y en nuestros momentos más vulnerables, resurgen y se sienten tan reales que nos engañan.
Los despiertan los aromas, las melodías; se esconden en canciones y entre las flores. Los años que los separan de nuestro presente dejan de existir; se vuelven reales otra vez. Lloras y sonríes, y llenan todo tu ser. Porque la memoria insufla vida al pasado, y la cronología deja de significar algo. Nos desafían la cordura y la noción del tiempo, en esos días en los que regresan nuestros muertos y nos abrazan y nos sonríen y nos reconstruyen por un momento.
Porque la realidad es una percepción; la rutina y la monotonía nos enmudecen en su compás. Creemos que comenzamos a olvidar, pero cuando nos arrebata la humanidad en su reflejo, empezamos a entender la continuidad del tiempo. Seguimos transcurriendo, pero estamos posados como mariposas en otros veranos, esperando pacientes. Nos engañamos a veces, pensando que siguen aquí, pero somos nosotros, jugando a que siguen vivos—porque nadie en realidad muere; vivieron y latieron y siguen aquí en nuestro deseo. A medida que envejecemos, aprendemos a acumularlos en los armarios de la memoria; hablamos con ellos incluso y vemos con nitidez el concepto de mortalidad.
Coloreamos con la emoción de sentirlos todos nuestros deseos; entre más los amamos, más gratitud sentimos al recordarlos, y un día deja de pesar que se hayan ido. En esa imperfección en la que nos sentimos ingratos por dejar un poco el negro velo del olvido, comenzamos a dominar el arte de sentirnos en paz. Fragmentamos pedacitos de sus recuerdos y, si somos afortunados, podemos hacerles un espacio en los momentos que ya no vivieron—qué lindo hubiera sido que cargaras a tus sobrinos, hermano—pienso en mis desvelos, y aunque nunca sucedió, yo lo vi y lo sentí, y la imaginación de su sonrisa me hizo reír. Y a pesar de que la parte racional me grita que eso no sucedió, hay días buenos en los que no la escucho y me convenzo de que sin duda los conoció y me arrebata el rostro una sonrisa.
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