Antes del temor al tiempo, a la inevitable vida que se desgasta y se esfuma, a la muerte que espera a que seamos viejos y tengamos entre esos miedos reservados la ilusión de los nietos, del retiro y del café por la mañana con hastío, existía la muerte en otros disfraces. El tiempo no era motivo de pensamiento; la muerte esperaba en las trincheras, en las minas y en un mundo más ingrato. Comían hierbas y bebían agua de un pozo, y aquellos hombres y mujeres no pensaban en ser abuelos mientras crecían. Soñaban con pasar el invierno con el plato del día siguiente, y me imagino que el calendario para ellos no significaba nada.
Ahora tenemos más hojas de calendario, un horario, televisión y dentífrico, y estamos exhaustos, exhaustos de pensar que tenemos tanto tiempo. Hacemos planes a 30 años y pagamos hipotecas que nos rompen el alma. Entre tantas ventanas, el tiempo se hizo miedo; nos abruma pensar que un día moriremos, cuando la vida hoy dura cien vidas de ayer. Ellos no tenían esa pesadez; no pensaban en que morirían algún día y en que debían aprovechar esta vida. Sabían que eran efímeros, olvidados, un conducto hacia otra era que sería más duradera, que traería consigo una esperanza que ellos no comprendían. Pensando más a detalle en ese espacio y sus nimiedades, dudo mucho que existiera en aquel tiempo la palabra "esperanza" en sus idiomas.
Pero somos ingratos, novatos e insensatos. Nos corroe el alma quedarnos sin el tiempo que estamos perdiendo a cubetazos. Nos importa mucho la sensación de información; nos dilatan las pupilas la ilusión de saberlo todo, como si nuestra labor fuera ser un oráculo que todo lo ve y todo lo siente. Lloramos por Gaza y defendemos causas ajenas, pero no tenemos causas propias. Dejamos de apropiarnos de nuestra realidad y nos mudamos a una red, un colectivo, un intrincado camino. Dejamos de ser los nómadas que se asombraban con las estrellas y las lunas disfrazadas de sombras el día que dejamos de ver el cielo, cuando empezamos a temer al tiempo.
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