No creo en la metafísica ni en la magia ni en la alquimia; tampoco creo que el universo escuche como una Pachamama cósmica, aguardando con su martillo para ser juez de nuestro destino. Creo, más bien, que somos víctimas de las mil decisiones que tomamos cada día, de sus consecuencias, de la materialización de nuestras palabras, de nuestras acciones, de nuestros deseos. Pero no aceptamos la sencillez de la objetividad; tiene que haber algo más, nos decimos en introspección, y nos llenamos de ansiedad e incertidumbre cuando la respuesta a nuestras frustraciones y problemas reside en cómo reaccionamos a todo lo que tocamos.
Nos corroe el corazón pensar que estamos solos, y transitamos la vida con disfraces, porque no creemos ser dignos de nuestra propia dignidad, de ser amados, deseados, compensados por nuestra esencia. Luego nos atrapa la narrativa que navegamos, y en la realidad del rostro sin maquillaje nos volvemos vulnerables; nos asalta la prisión de nuestra mente, la que no cree en la suerte, la que siente que jamás seremos suficientes. ¿Pero suficientes para qué, para quién, por qué motivo? En algún momento, esta vida nos encuentra destruidos, porque un día decidimos que era mejor aparentar que podríamos ser más de lo que somos.
El miedo a la soledad colisiona, explota y destroza nuestro espíritu, colgado del ala de un ave que nos dejó en pleno vuelo porque no fuimos quienes debimos ser. Las máscaras se desvanecieron, la lluvia borró las huellas de nuestro paso, y al final quedamos frente al implacable reflejo de un espejo que nos abate con coraje y nos desnuda la desnudez. ¿Por qué no la quise tal cual es, por qué no me quisieron tal cual soy? Quizá así habría sido si no hubieras tenido que inventarte un destino que no habías vivido, y en la red de historias de ficción que tejiste para ser más interesante descubriste que al final tuviste que inventar a alguien que nunca existió, y el miedo a la soledad te dejó solo.
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