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También somos arena

Gerardo Javier Garza Cabello

Actualizado: hace 22 horas


El temblor de un instante, la ola se rompe en ecos hasta volverse silencio y nos aferramos a breves fragmentos que deseamos convertir en eternidad. Levantamos monumentos para sobrevivir a nuestro aliento, tallamos promesas en el aire y fingimos que el viento no las esparcirá. Pero la permanencia es un delirio ingenuo, un faro que pintamos sobre la niebla cambiante. Anhelamos anclas, pero nos ahogamos en el peso de sus ilusiones.


Somos arquitectos de arena, componiendo sinfonías para la marea. Nuestras manos moldean ciudades, amores, legados; tan fugaces como el aliento sobre el cristal. Y, sin embargo, nos duele creer que nuestros puentes se derrumbarán, que el jardín que sembramos en abril no recordará nuestro nombre en diciembre. Porque la tierra olvida. Las estaciones deshacen las huellas. Y nos engaña nuestra arrogancia: esos instantes mágicos en los que tatuamos nuestro nombre serán recuerdo al amanecer y olvido unas lunas después.

En nuestro miedo, nos blindamos con rituales: el café de la mañana, la puerta con llave, las promesas que bordamos en el cielo. Ansiamos un guión donde somos autor y héroe, pero la trama gira, la tinta se corre y terminamos ensayando diálogos para una obra que nunca existió. ¿Por qué tememos lo efímero? Maldecimos el atardecer por desvanecerse, reprochamos a una flor (que se marchita) por entregarse a la muerte, como si la belleza no fuera sagrada precisamente por ser breve.}


Al final, nos quedamos de pie, con el agua del tiempo rozándonos el cuello, intentando atrapar la corriente entre las manos. Lloramos por lo que se escapa, sin ver la irónica justicia que se mantiene constante: solo podemos poseer aquello que hemos dejado en libertad.


Las cosas que fenecen no valen menos por su brevedad. Valen más.


Tal vez tememos lo impermanente porque nos refleja, porque nos recuerda nuestra propia muerte inminente. También nosotros somos destellos. También somos arena. Y cuando el tiempo nos reclame, lo que quedará no será la mentira de la permanencia, sino la verdad de haber ardido, con fuerza, con fugacidad y sin pedir perdón por estar vivos ni sentir culpa por tener que morir.

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